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Abuela

Perder a alguien querido en la distancia es doloroso dos veces. Uno, porque paradójicamente desde una burbuja a mil kilómetros de distancia eres incapaz de sentir el dolor que sabes que querrías estar sintiendo junto al resto de tu familia. Dos, porque cuando te comunican la noticia estás lejos, y te sientes incapaz, inútil y ridículo, y cuando estés cerca vas a sentir el vacío cuando los demás ya han asimilado y escupido el acontecimiento.

Acabo de perder a mi abuela que era un ser maravilloso. Y nos ha pasado de la manera más cruel: habiendo pasado el COVID, con un ictus a apenas un día o dos de volver a su casa en donde la esperaba su marido desde hace casi tres meses. Noventa días de aislamiento, soledad y paciencia que han terminado de la peor manera posible.

No creo que exista un niño en la tierra que cuando se encuentra en esa edad a medio camino entre la inocencia y la credulidad ingenua no sienta el pavor de perder un día a sus abuelos. A mi me pasó casi hasta la treintena. Tanto les quiero, tanto les disfruté.

Es imposible -y lo siento por quien no haya tenido esa suerte- no vincular la infancia, la época más feliz de la vida, a tus abuelos. Mis fines de semana eran ir al pueblo. Un fin de semana uno: espacios infinitos, olor a vaca, era, matanza, juegos de madrugada en la calle, la silueta de la montaña en el horizonte, lumbre; y al siguiente, otro: ferrocarriles, máquinas de escribir, la higuera, la caldera a carbón, la pasarela, la panadería de la tía de tu madre. Pero siempre los abuelos como arteria vinculante.

Y luego estaban los veranos. Estancias de una semana, diez días, la inmensa felicidad. Excursiones, paseos, picnics, comidas, piscina. Es increíble cómo las actividades que con tus padres podían aburrirte con tus abuelos adquirían una dimensión diferente. «¿Nos quedamos sólos con los abuelos una semana?», » ¿Vienen los abuelos a la piscina?» Esas preguntas eran las puertas de la felicidad abriéndose. Cuando juegas al fútbol con tu abuelo, sabes que vas a poder estar chutando la pelota hasta que caigas exhausto porque a diferencia de tu padre, tu abuelo nunca iba a aburrirse de jugar contigo.

Puri-c

Hace pocos días supe que el sentimiento era recíproco ya que desconocía que mi abuela pidió que esparcieran sus cenizas en el monte al que íbamos a pasar los domingos durante mi infancia. Dijo que «en el monte, con mis nietos, ha sido el lugar en el que más feliz he sido nunca.»

Mi abuela era un ser maravilloso. Discreta, humilde, optimista, trabajadora. Tenía un patio pequeño y precioso que en mi infancia fue el Santiago Bernabéu, una granja, una zona bélica permanente, una caballería y la mejor cocina del mundo. Cuando sus nietos no lo invadían daba gusto verlo. Paredes blancas, baldas verdes, geranios y petunias.  Esas dos plantas están vinculadas para siempre al patio de mis abuelos, a mi infancia, a mi niñez. Más tarde me di cuenta: el patio de mis abuelos era su reflejo. Un hogar para sus nietos, un sitio tranquilo cuando no estábamos allí.

En toda mi vida sólo vi a mi abuela quejarse una vez. Podría haber sido por el cáncer de páncreas, o por la diabetes, o por el COVID. «¿Qué tal abuela, cómo estáis?» ¿Aquí estamos, hijo, curiosos.» Mi abuela, sólo se quejó, hace muchos años, cuando un domingo de estampida nos marchamos todos los nietos sin decir adiós. Cuando mi madre nos leyó la cartilla sentí aquello como una ofensa y durante un tiempo largo estuve quedándome el último para asegurarme de no olvidar despedirme de ella nunca más.

Con mi primo jugaba al fútbol en el patio. Una portería las patas de la mesa, la otra portería, las columnas de la carbonera. Cuando partíamos los geranios, pegábamos los tallos con celo. Mi abuela mimaba esas plantas de lunes a sábado para verlas partidas en dos los domingos y reír contándolo en la mesa la semana siguiente.

Otra cosa era ir a comer a su casa. La experiencia era grandiosa. A medio camino entre el menú degustación y la contundencia de la cocina castellana. «¿Qué vas a hacer hoy para comer, abuela?» «No tengo ni idea, chochos, lo más seguro». Caracoles con guisantes y tacos de jamón, menestra de verdura, macarrones con ajo y tomate, filetes a la plancha con pimientos y patatas fritas, ensalada y fabiola, arroz con leche, leche frita. A veces todo en el mismo menú. Sólo quien lo vivió lo sabe.

Aunque no tengo ningún reproche como nieto porque te he disfrutado de niño y te he visitado, llamado y acompañado de adulto todo lo que he podido, lamento mucho no haber podido despedirme a tu lado.

Descansa en paz.

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Parada de autobús.

¿Hay algo más deprimente que una ciudad industrial? Un pueblo industrial en el que has pasado parte de tu infancia. Llegué a la parada de autobús y allí me encontré con algunos sujetos. Una madre en chándal, ni muy fea ni muy guapa pero con un pantalón de algodón ajustado que fumaba mientras miraba desde la distancia con aire de resignación los pelotazos de su hijo al muro del parque. El niño era una cosa insoportable, en esa franja indeterminada en la que la criatura no tiene la gracia del bebé ni puedes empezar a hablarle como a un adulto. Yo diría que era un niño post-comunión, y para todo hacía mención a su madre: «mira mamá, la pongo en la fuente, mira mamá tres toques, mamá, tengo sed, mamá, cuando llegue al autobús pégame un grito…» La madre era una mujer que cabalgaba en la maternidad sin estribos, pues fue terriblemente triste ver cómo el potro iba de un lado para otro, tanto que en vez de una madre, esa señora parecía una mucama.

Luego llegó un tipo verdaderamente tenebroso, una mezcla de geek de pueblo y ex presidiario. Se presentó a mi altura fumando un puro y aguantándome la mirada; llevaba la raya a un lado y no levantaba más de 1,75 pero portaba una mochila cargada que colgaba en su espalda, una americana blanca de lino y un abrigo de invierno encima. Además caminaba con esas botas futuristas que tienen una chapa en el talón y sujetaba una libro abultadísimo de 2000 páginas y una botella de agua en las manos. Dejó la biblia y la botella en la valla del parque y se puso a dar paseos mientras apuraba el puro. Mi impresión es que al caminar, hincaba el talón en el suelo a propósito, haciendo el ruido que hacían las espuelas en las botas de los vaqueros, pues de alguna forma hay que amortizar esas botas tan horrorosas, pero en cualquier caso lograba imponer cierto respeto, y en una de las veces que se cruzó conmigo yo lo miré como un personaje resultante de un revolcón entre Almodovar y Tarantino.

Con el tercero me relajé tanto que terminé mirándole con cierto desdén. Era un postadolescente de éstos que nos brinda el extrarradio: zapatillas de Adolfo Domínguez o similar, blancas, finas y alargadas, con calcetines tobilleros blancos. Bermudas de cuadros marrones, rosas, rojos y verdes y un jersey azul de rayas blancas horizontales. Quién sabe, puede que si El Bosco lo hubiera metido en su jardín de las delicias habría pasado a la historia, pero al verle esperando el autobús se me cayó el alma al suelo sin saber por qué.

Había más figurantes a los que no presté demasiada atención, incluído un quinqui cuarentón con chupa de cuero, mocasines y melena metalera de los 80 que cruzó algunas palabras con el Terminator de Fuentesaúco. Por fin llegó el autobús y me metí al fondo. Subieron todos a excepción de la madre, que miraba cómo el niño corría hacia el coche como quien ve a un potro meterse en la cuadra. Dentro esperaba su abuela que ya venía en el autocar. El niño había estado bebiendo de una fuente que había en el parque y nada más montarse gritó: «mamá, ¡tengo sed!» No pude evitarlo y lancé una mirada (correspondida) a la madre desde la pecera. Me habría levantado de buena gana a meter un guantazo al niño que casualmente hizo el resto del trayecto callado, lo que confirma que lo suyo con su madre era puro ensañamiento.

Es así, mirando a mi alrededor en la parada que la espera del autobús se me hace más soportable que el propio trayecto, pues los campos de Castilla son mucho menos heterogéneos que la gente que habita sus tierras.

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En el adiós de Pep.

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Se fue Pep Guardiola del Barcelona, y desde aquí quiero rendirle homenaje. Pep Guardiola es el mejor entrenador de la historia del Barcelona, pero eso ya lo sabe todo el mundo. Pep llegó y lo primero que hizo, en su primera rueda de prensa, fue echar a Deco y Ronaldinho mientras en Madrid Ramón Calderón renovaba de por vida a Casillas, Raúl y Guti. Pep, no obstante, fue el entrenador que ideó una máquina que humilló al Madrid con un 2-6 y un 5-0 que pasarán a la historia.

Además, Pep sacó a jugadores de tercera división y los hizo pasar por cracks mundiales decisivos en semifinales de un mundial como Pedro; a otros los hizo mostrar de forma exponencial sus virtudes escondiendo sus defectos, como a Busquets. A Xavi, incluso le hizo creer que tenía carisma de orador, y ahora cada vez que puede, nos obsequia con frases como «ha perdido el fúpbol» y cosas así. Mejoró a todos los futbolistas con los que se quedó, porque no se quedó con todos. Pep también fue la novia caprichosa y despilfarradora que sale de boutiques y se funde casi todo nuestro dinero con trapitos que incluso nunca llega a ponerse, como Keirrison. Y otros con los que se harían libros de estilo en Standard & Poor’s como Chygrynskiy, Helb, o Cáceres. También en su mandato se pagó a cojón de pato a Villa, Ibrahimovic o Alves, haciéndonos ver que el equipo de Pep es el equipo de la cantera, existiendo en esa afirmación algo de soberano o categórico. Pero eso es más mérito de la prensa, que en Pep encontró un modelo, un padre, un amigo, un hermano. Lo mismo le pasó con los comités arbitrales, siempre dispuestos a tender una mano en los pasillos más angostos. (Regurgitación de Guardiola).

Se va Guardiola, la vertebración del discurso nacionalista a baja-media y constante intensidad. A veces Pep llamaba veladamente a las armas a todos sus compatriotas del ‘pequenyo país en la esquinita que no pintamos nada’ en ruedas de prensa que bien le hubiera gustado protagonizar a Josep Lluis. Pep, al mismo ritmo que ganaba copas, supercopas y requetecopas, hacía un poco de patria a través del ‘fúpbol’. Pep es el entrenador perfecto para el Barcelona. Ex jugador, ex 4, ex pupilo de Cruyff, hombre de carisma, fina figura, corbata estrecha, hombre con ideas políticas, si se las preguntan. No quiero pecar de fanfarrón, ni mucho menos tentar al dios del fúpbol, pero sin la inquina entre bastidores, sin el capità al mando, me salen los equipos de Van Gaal o Rijkaard que eran muy buenos, competentes y ganadores, pero sin áurea indestructible detrás.

No se sabe si ahora que deja el Barcelona, irá a Sierra Leona, al Chelsea, a Camboya o al Inter de Milán, porque el personaje detrás de Pep iba creciendo día a día. Tal vez el anuncio del Banco Sabadell compita como corto en el próximo festival independiente (of course) de Sundance. Se va en definitiva el Guardiola entrenador, y nace el Pep mártir. Por fin se desveló el tercer secreto de Fátima, la renovación de Pep. Lo único que me sorprendió fue no ver en el centro de la mesa a Pep en el angustioso, «españoles, Franco ha muerto» del barcelonismo.

Levantémonos y prosigamos el camino, pues la vida sigue.

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Archivado bajo la-vie-en-rose, realmadrid2011-2012

Hay que llegar antes que los italianos.

Tengo un amigo que vive en Polonia. Y parece que allí el mercado de la carne está por los suelos debido a no se qué contraste entre el carácter de los latinos y el de los oriundos del lugar, así que el resto de amigos solteros va en procesión a Polonia cada vez que tienen un hueco libre en la agenda. La anécdota más comentada, el greatest hits en las reuniones navideñas, la frase que tuvo que escuchar uno de ellos fue: «si me follas sin condón, dejo que te corras en mi cara», y es tan descriptiva que con eso está más o menos todo dicho, y lo que es peor, imaginado.

En una de esas reuniones a las que asisto incómodamente me presento allí como la señorita que teclea en los juicios, imperceptible y sin protagonismo pero pillando nota de todo, ajena al protagonismo de juez, jurado e imputados. Admiro la profesionalidad con la que esas señoritas toman notas de las tropelías de los demás sin pestañear, quejarse o interrumpir la declaración de un acusado cagándose en su puta madre mientras esparce sus bártulos por el suelo de un manotazo para levantarse e irse dando un portazo. Una afirmación que me ruborizó en la última reunión fue escuchar en medio de un bar de tapas «no me la han chupado así en la puta vida», que viene a ser el pseudo intelectualoide y repelente «no he visto jugar a ningún equipo como el Barcelona de Guardiola en la puta vida» aplicado al sexo, porque quien más, quien menos, todo el mundo ha visto a su equipo levantar algún trofeo y recordar más el estilo con el que se consiguió la copa que la propia copa se me antoja algo impertinente. Yo, paradójicamente para esconderme, miré a los lados, carraspeé y di un sorbito a mi vaso de cerveza, lo que en mi mente es el equivalente a seguir tecleando imperturbable en el juzgado.

Este verano parece que el ratpack planifica y organiza una invasión a Polonia para el mes de junio, paralela a la de la selección nacional, capitaneada por el flamante Vicente del Bosque. Cuando en el bar atestado de gente se apuntó que Polonia sería el coño de la Bernarda en tema carnal durante los meses del desembarco debido a la Eurocopa, uno de mis amigos reaccionó como si a Del Bosque le hubieran dicho que sólo hay un campo de entrenamiento por cada grupo de Eurocopa, y dijo con tono serio y convincente «hay que llegar antes que los italianos».

Otro duelo entre países, éste en un campo de fútbol el 10 de junio se paga a 1,80 para España, 3,20 el empate y 4,85 para Italia, al revés que en las discotecas.

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La fotografía nupcial y el posado.

Hay algo por lo que siento una extraña predilección y una odiosa adicción: los escaparates de fotografía nupcial. Me gusta pararme frente al cristal y admirar todos y cada uno de los detalles que me asaltan desde la tienda. Ese conjunto de lienzos expuestos como pequeñas obras de arte al que además le suponemos un gran valor sentimental para los protagonistas, son un auténtico universo de sensaciones. Me deleito con todos los cuadros. Del más grande al más pequeño, del más minimalista al más panorámico, del más introspectivo al más ruidoso. Las virguerías fotográficas de los artistas me encantan. Es el cruce de dos vivencias aterradoras que funcionan en mi como una especie de confirmación del menos y menos es más. La ausencia de miedo al ridículo en el momento íntimo de dos personas en el punto álgido de una ceremonia que aborrezco me fascina y me atrae. Es droga morbosa, es voyeurismo sádico. Me maravilla detenerme y examinar los rostros felices y los posados de los anónimos detrás de una cristalera en el escaparate de una calle por el que pasan al día una gran cantidad de gente que casi nunca tiene la consideración de pararse a mirar salvo que piense en casarse dentro de poco.

El trazo grueso, blanco y difuminado, a modo de firma en una esquina,  ‘José Antonio Fotógrafos’, aparcado en una esquina inferior, o peor, en vertical, lateral y superior. Esa firma, dentro de la fotografía que un día pasará del escaparate al salón de un hogar, como la uva que se desgrana del racimo y emprende un sórdido viaje al fondo del frutero para pudrirse, o bien llega al fondo del estómago de alguien, hasta diluirse entre jugos gástricos. El chopeo por el que absolutamente cualquier mujer parece tener el torso de una diva. Los montajes, los adornos, las posturas, las poses, los pelos engominados de los novios, sus patillas finas de peluquería. El escaparate es ácido puro. Doy un paso atrás, intento contemplar con una mirada militar todo el flujo. Los novios posando en una vespa, todo blanco y negro, excepto la moto, que es azul. La novia en blanco y negro con el ramo en color, como la niña de vestido rojo en la lista de Schindler. Los homenajes a los orígenes o al lugar de trabajo de alguno de los dos: como el posado de los novios hundidos en un montón de trigo. (Si algún día encontrara la foto de dos novios posando en la caja registradora de un Mercadona yo también compraría esa foto para ponerla en mi salón).

Porque luego están las poses, y aquí me vuelvo un poco más perverso. Las caras congeladas de los novios sonriendo al objetivo, al extraño, a ellos mismos dentro de 20 años, cuando ya no se hablen más ni follen entre ellos. Si hay algo más pudoroso que ver un plató de tele5 convertido en una pasarela de moda chusca para patanes de todo un país, son las poses en las fotografías. Cuando soy yo el que hago una fotografía, prolongo todo lo posible ese instante de vergüenza ajena contemplando el alargamiento de una sonrisa fingida de fotografía artificial. Esos incómodos segundos de típica sonrisa que pone Xavi cuando posa con el balón de bronce. Segundos que nunca se terminan y pasan entre el enfoque de la cámara y el disparo del fotógrafo dependiendo de su grado de sadismo. Sólo cuando me siento como un sucio hijo de puta, pongo la cámara en modo vídeo y ‘grabo’ la foto durante 15 o 20 segundos, haciendo que me equivoco. Ver el esfuerzo de la gente por mantener la perfecta inclinación de cuello, la perfecta compresión labial, la sonrisa y los párpados estáticos me regodea, es un jardín de las delicias contemporáneo. Con la gente que pasa la prueba del posado me iría a la guerra.

Cualquiera diría que en ese instante la persona se descubre un poco y nos deja llegar no hasta lo más profundo de su alma, pero sí nos deja oler un poco en la superficie; en cierto modo, nos descubre un poco sus miserias. Cuanto más prolongada es la pose, cuanto más tiempo es capaz de esperar esa persona sonriente sin parpadear mientras se alarga la letanía, más empeño pongo yo en hacer un tiro de Panenka con la cámara y más satisfacción obtengo mirando luego la foto. En las antípodas de la pose y la sonrisa artificial se encuentra la sonrisa natural, que gracias a la dictadura del posado, no solo es algo bellísimo por sí mismo, sino que ahora también es algo erótico.

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