Parada de autobús.

¿Hay algo más deprimente que una ciudad industrial? Un pueblo industrial en el que has pasado parte de tu infancia. Llegué a la parada de autobús y allí me encontré con algunos sujetos. Una madre en chándal, ni muy fea ni muy guapa pero con un pantalón de algodón ajustado que fumaba mientras miraba desde la distancia con aire de resignación los pelotazos de su hijo al muro del parque. El niño era una cosa insoportable, en esa franja indeterminada en la que la criatura no tiene la gracia del bebé ni puedes empezar a hablarle como a un adulto. Yo diría que era un niño post-comunión, y para todo hacía mención a su madre: «mira mamá, la pongo en la fuente, mira mamá tres toques, mamá, tengo sed, mamá, cuando llegue al autobús pégame un grito…» La madre era una mujer que cabalgaba en la maternidad sin estribos, pues fue terriblemente triste ver cómo el potro iba de un lado para otro, tanto que en vez de una madre, esa señora parecía una mucama.

Luego llegó un tipo verdaderamente tenebroso, una mezcla de geek de pueblo y ex presidiario. Se presentó a mi altura fumando un puro y aguantándome la mirada; llevaba la raya a un lado y no levantaba más de 1,75 pero portaba una mochila cargada que colgaba en su espalda, una americana blanca de lino y un abrigo de invierno encima. Además caminaba con esas botas futuristas que tienen una chapa en el talón y sujetaba una libro abultadísimo de 2000 páginas y una botella de agua en las manos. Dejó la biblia y la botella en la valla del parque y se puso a dar paseos mientras apuraba el puro. Mi impresión es que al caminar, hincaba el talón en el suelo a propósito, haciendo el ruido que hacían las espuelas en las botas de los vaqueros, pues de alguna forma hay que amortizar esas botas tan horrorosas, pero en cualquier caso lograba imponer cierto respeto, y en una de las veces que se cruzó conmigo yo lo miré como un personaje resultante de un revolcón entre Almodovar y Tarantino.

Con el tercero me relajé tanto que terminé mirándole con cierto desdén. Era un postadolescente de éstos que nos brinda el extrarradio: zapatillas de Adolfo Domínguez o similar, blancas, finas y alargadas, con calcetines tobilleros blancos. Bermudas de cuadros marrones, rosas, rojos y verdes y un jersey azul de rayas blancas horizontales. Quién sabe, puede que si El Bosco lo hubiera metido en su jardín de las delicias habría pasado a la historia, pero al verle esperando el autobús se me cayó el alma al suelo sin saber por qué.

Había más figurantes a los que no presté demasiada atención, incluído un quinqui cuarentón con chupa de cuero, mocasines y melena metalera de los 80 que cruzó algunas palabras con el Terminator de Fuentesaúco. Por fin llegó el autobús y me metí al fondo. Subieron todos a excepción de la madre, que miraba cómo el niño corría hacia el coche como quien ve a un potro meterse en la cuadra. Dentro esperaba su abuela que ya venía en el autocar. El niño había estado bebiendo de una fuente que había en el parque y nada más montarse gritó: «mamá, ¡tengo sed!» No pude evitarlo y lancé una mirada (correspondida) a la madre desde la pecera. Me habría levantado de buena gana a meter un guantazo al niño que casualmente hizo el resto del trayecto callado, lo que confirma que lo suyo con su madre era puro ensañamiento.

Es así, mirando a mi alrededor en la parada que la espera del autobús se me hace más soportable que el propio trayecto, pues los campos de Castilla son mucho menos heterogéneos que la gente que habita sus tierras.

1 comentario

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Una respuesta a “Parada de autobús.

  1. Estupendo. Cosas del postmourinhismo. Mejor por aquí, eh, no?

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